miércoles, 18 de diciembre de 2013

El rostro silencioso

Un día como hoy, pero 17 años atrás, me despertaba en los pasillos del Hospital de Clínicas. Estaba enredada en los brazos de Lisandro que todavía intentaban sostenerme en ese sueño angustiante e interrumpido. Todavía llevaba entre las manos el rosario rosado que un chico, con la cara destruía por el acné, me dio cuando ya no pudo soportar más verme llorar. Es que cuando lloro, y más aún cuando lo hago por la consciencia de estar viviendo algo aterrador y definitivo, sencillamente no puedo parar. Puedo llorar horas y horas. Si puedo elegir, prefiero los lugares públicos para hacerlo, no sé por qué, debe ser la impunidad del anonimato que me permite ser parte de ese cuadro colectivo sin inhibiciones. Una vez, muchos años después, pude comprobar lo que era capaz de llorar: mi llanto recorrió todos los kilómetros que unen Barracas con Morón. Y eso fue viajando en transporte público, que debe sumar, fácil, una hora y media.
 
El tema es que un día como hoy, pero no con tanto calor como el que azota a Buenos Aires por estos días, me llevaría en las retinas alguna de las imágenes más difíciles de digerir y de resolver. Tenía 18 años, un buzo azul y un pantalón de jean. El azul era el color preferido de mi viejo, por eso lo adopté. Luego lo cambiaría por el violeta, como una deformación de ese color, para una simple afirmación de mi misma. Mi padre se llamaba Jorge y tenía 43 años cuando me tuvo a mi. Cuando murió los dos éramos jóvenes: él para morir y yo para asistir a semejante despedida en plena adolescencia.
 
Años más tarde, buscando reponer los espacios que dejaron todos los que me dejaron, me encontraría con los orixás. Esos amigos invisibles, poderosos, paternales, que siempre te acompañan. Uno de los que más me gustó y con el que mejores migas hice, fue Ogúm, el guerrero. Un amigo macumbero de Brasil, encontró que no eran simples casualidades que mi color preferido sea el azul y que el nombre de mi padre sea Jorge, como San Jorge, santo detrás del cual se sincretiza a don Ogúm. Otro dato importante para mi amigo, fue que sea el 23 mi número de la suerte, ya que el 23 de abril es el día de San Jorge. Nunca le confesé que ese número cabalístico vendría a mi porque una vez, muchos años antes de esa mañana en el Hospital de Clínicas, mi madre se ganaba una máquina de hacer yogures con ese número. Siempre tuve la sensación de que yo no tenía suerte y me aferré al 23 como la única posibilidad de hacer sobrevivir mis esperanzas… ahora que lo pienso, Ogúm es el orixá de las máquinas y esa yogurtera lo era.
 
Jorge era escritor. Y siempre andaba con su máquina de escribir a cuestas. Las compraba usadas, creo que le gustaba eso de andar buscando por las casas de cosas usadas a su próxima compañera. Se sentía muy orgulloso de su pesada Olivetti. Siempre que compraba alguna nueva –ya que las perdía frecuentemente tras sus incesantes mudanzas de bohemio trotamundos- me describía todas las virtudes y se afirmaba a sí mismo la buena compra que acaba de hacer. Se sentía chocho con sus máquinas de escribir usadas, incluso por aquellos defectos de uso que podían tener “le falla un poco el acento, pero anda bien”, me decía. Mi viejo era un tipo que disfrutaba enormemente de las cosas sencillas. Tal vez porque había sufrido mucho y había aprendido a la fuerza el valor de las cosas importantes. Yo lo amaba enormemente y lo admiraba con una intensidad que no me dejaba hablar.
 
Hoy, 17 años después, logro esbozar algunas palabras. El resto de los dieciséis días que me separan de aquella de fecha, solo pude llorar.
 
Soñé muchas veces con él después de muerto y lo soñé tal como lo vi la última vez: vivo pero muerto. La noche anterior, del 17 de diciembre, después de haber deambulado por la Capital buscando donde estaba internado, finalmente lo encontré en la guardia del Clínicas. Fue la última vez que hablé con él. Fue terrible, estaba tan pálido y frío que lo único que logré decir fue “estas muerto” cuando él me dijo lo dolorido y cansado que se sentía. En el mismo momento que me escuché decir eso, me di cuenta que se moría, que era inevitable. Aunque todavía no supiera que tenía un cáncer en el colon que se lo iban a operar de urgencia esa misma noche. Me congelé cuando escuché lo que había dicho. “Estás hermosa” me dijo y yo apenas pude tocarle la frente y decirle “estás muerto”.
 
Creo que la muerte tiene un rostro invisible pero que se deja ver. Con mis dos padres la pude sentir un tiempo antes, tal vez sin decodificarla, pero la sentía. Sin saber muy bien por qué, unas semanas antes de que mi viejo falleciera estaba profundamente enojada y no quería verlo. Cuando lo vi –por una intensa presión de mi madre- solo pude llorar. Con mi vieja pasó lo mismo, estaba enojada y lloraba sin parar. La muerte tiene un rostro silencioso y una presencia que genera una tristeza desconsoladora.
 
Ahora hace tiempo que no sueño con mi viejo. La última vez fue en Brasil, para el día de su cumpleaños. Por suerte, no estaba como en los primeros sueños, que era como una especie de androide, de cuerpo sin humanidad. Esta vez aparecía entero y yo le decía que lo necesitaba mucho. Para mi sorpresa, ya que siempre tuve la idea que la comunicación con los muertos era telepática, él me respondía -como si no lo supiera ya-, que le gustaba oír eso, que necesitaba que se lo dijera. Me desperté perpleja, dudando un poco de mis intuiciones sobre cómo comunicarse con los seres que no están. Jorge fue un ser de la palabra y pareciera que aun la necesita.
 
Hoy me desperté con este calor aplastante que dejó a media Buenos Aires derretida y a la otra mitad sin luz. Me encontré otro 18 de diciembre más no sabiendo qué hacer. Porque de mi viejo no quedó nada material: ni cementerio, ni cenizas… eso fue triste también. Su muerte me cacheteó tanto que al momento de decidir qué hacer (sí, tenía que decidirlo yo, con 18 años y hundida en el espanto que provoca la muerte) no pude tomar ninguna decisión, así que las cenizas de mi padre fueron a parar a un cenicero común, que debe ser como una fosa común –me imagino-, pero de cenizas. Tal vez no estuvo mal y simplemente fue lo que fue. Gracias a ese hecho, solo muchos años después, pude comprender el valor de los rituales, del por qué de esas prácticas, que siempre sonaron muy paganas y muy superficiales para una familia tan marxista, tan leninista y tan materialista histórica como la que tuve.
 
Entonces me desperté hoy, otra vez con las manos vacías, pero más consciente de la herencia que me dejó Jorge: puedo escribir. También tengo una máquina y un insomnio que me largó a la vida a las 6 de la mañana. De un solo tirón escribo esto, deben ser las 8. Ya regué las plantas, tomé mate, jugué con mi gata y me preparo ahora para ir al trabajo.
 
Hoy fue distinto, salgo a la calle con la sensación de haber podido decir o contar algo sobre este día, que se repite año a año, goteando sobre la imagen del dolor. Ya no duele como antes, tal vez por eso lo pueda decir. Y ahora tengo palabras y una máquina. Tal vez no mucho más de lo que tuvo Jorge. Aunque yo, además, lo tengo a Ogúm.

lunes, 19 de septiembre de 2011


Sin Final


Parado ahí, en el medio de uno, es posible ser. Ser más entero, estar más abierto a dar y a recibir. Es el lugar donde se puede estar eternamente. Único y personal, desconocido, latente, intimidante para muchos. Hablo de ese espacio pequeño y sin final que está en el medio de uno mismo, donde se respira y se late, donde se llora y se grita. Es el lugar donde caen los abrazos y los deseos, es por donde uno se va cuando es tragado por la tristeza.

Un sitio de torbellinos y de remansos, de altas mareas y de resecos desiertos. A veces le da el sol, como en el otoño a los árboles y a veces la noche lo inunda de una líquidez oscura. No tiene principio ni final, todo ahí puede suceder, como en el país de Alicia, al que llega luego de caer y caer dentro de un hueco sin final.

Un camino de bajar adentro, sin demora y sin vértigo, para dar con un ejército de fantasmas, para chapotear en el agua de un pantano o para encontrarse con el milagro de algunas flores que crecieron a la sombra, en un recodo de ese espacio pequeño y sin final, esa minúscula parte de uno que convierte a las cosas en tan inmesas.

DSch
Te regalo el mar


Y te regalo el mar,
ese viejo leñador de los silencios;
el mismo que se viste de furia,
que se encrespa en olas de violencia
y en bofetadas de viento se declara;
ese mar capaz de filigranas de gaviotas
y de besar las arenas, mansamente;
mar de tifón,
de calma chicha,
rugiente o rumoroso,
despedazando soles o lunas
en sus aguas,
y siempre mar.
La perpetua identidad del mar
es mi regalo.


JSch